Cristo
crucificado y resucitado es el
abogado
de toda la humanidad ante el Padre
Homilía de S.S. Juan Pablo II en el III
Domingo de Pascua.
13 de abril de 1997
Parte de ella
«Tenemos
a un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el justo» (1 Jn
2, 1).
1.
Tenemos a un abogado que habla en nuestro nombre. ¿Quién es este
abogado que se hace nuestro portavoz? La liturgia de hoy nos da una
respuesta completa: «Tenemos a un abogado ante el Padre: a
Jesucristo, el justo» (1 Jn 2, 1).
Leemos
en los Hechos de los Apóstoles: «El Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús»
(Hch 3, 13). A él sus compatriotas lo traicionaron y
renegaron, incluso cuando Pilato quería ponerlo en libertad. Pidieron
que fuera indultado en su lugar un asesino, Barrabás. De ese modo,
condenaron a la muerte al autor de la vida (cf. Hch 3, 13-15).
Pero
«Dios lo resucitó de entre los muertos» (Hch 3, 15). Así
habla Pedro, que fue testigo directo de la pasión muerte y resurrección
de Cristo. Como tal, fue enviado a los hijos de Israel y a todas las
naciones del mundo. Sin embargo, al dirigirse a sus compatriotas, no sólo
los acusa; también los excusa: «Hermanos, sé que lo hicisteis por
ignorancia y vuestras autoridades lo mismo» (Hch 3, 17).
Pedro
es testigo consciente de la verdad sobre el Mesías que, en la cruz,
cumplió las antiguas profecías: Jesucristo se ha convertido en
abogado ante el Padre, el abogado del pueblo elegido y de toda la
humanidad.
San
Juan añade: «Tenemos a un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el
justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo
por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn
2, 1-2). El Sucesor de Pedro, que por fin ha llegado a vuestra tierra,
ha venido a repetiros esta verdad. Pueblo de Sarajevo y de toda
Bosnia-Herzegovina, hoy vengo a decirte: ¡Tienes a un abogado ante
Dios. Su nombre es Jesucristo, el justo!
2.
Pedro y Juan, así como también los demás Apóstoles, se
convirtieron en testigos de esta verdad, pues vieron con sus ojos a
Cristo crucificado y resucitado. Se había presentado en medio de
ellos en el cenáculo, mostrando las heridas de la pasión; les había
permitido tocarlo, para que pudieran convencerse personalmente de que
era el mismo Jesús que habían conocido antes como «el Maestro». Y
para confirmar totalmente la verdad sobre su resurrección, aceptó el
alimento que le habían ofrecido, comiéndolo con ellos como lo había
hecho muchas veces antes de morir.
Jesús
conservó su identidad a pesar de la extraordinaria transformación
que se había producido en él después de su resurrección. Y todavía
la conserva. Él es el mismo hoy, como ayer, y seguirá siéndolo por
los siglos (cf. Hb 13, 8). Como tal, como verdadero hombre, es el
abogado de todos los hombres ante el Padre. Más aún, es el
abogado de toda la creación redimida por él y en él.
Se
presenta ante el Padre como el testigo más experto y más competente
de cuanto, mediante la cruz y la resurrección, se ha realizado en la
historia de la humanidad y del mundo. Habla con el lenguaje de la
redención, es decir, de la liberación de la esclavitud del pecado.
Jesús se dirige al Padre como Hijo consustancial y al mismo tiempo,
como verdadero hombre, hablando el lenguaje de todas las generaciones
humanas y de toda la historia humana: de las victorias y las derrotas,
de todos los sufrimientos y todos los dolores de cada hombre y, a la
vez, de cada pueblo y cada nación de la tierra entera.
Cristo
habla con vuestro lenguaje, queridos hermanos y hermanas de
Bosnia-Herzegovina, probada durante tanto tiempo y tan dolorosamente.
Él dijo: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá», pero añadió:
«resucitará de entre los muertos al tercer día (...). Vosotros sois
testigos de esto» (Lc 24, 48-49). ¡Animo, habitantes de
esta tierra tan probada!
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